Lectura colectiva de ‘La escuela, esa vieja y gorda vaca sagrada.’
Recientemente, hicimos una invitación abierta a miembros de la comunidad de familias desescolarizadas y al público en general, para que participaran en la lectura colectiva del texto de Ivan (siempre lo escribo sin acento por ser su nombre en alemán) Illich: ‘La escuela, esa vieja y gorda vaca sagrada”.
Recibimos mensajes de personas desde varios países. Repartimos fragmentos del texto para que lo leyeran frente a la cámara y el resultado, tras la edición, ha sido el presente video. El mensaje que se ha recuperado a través de estas voces, está más vigente que nunca a pesar de ser un texto publicado por primera vez en 1968.
Gracias a todos los que formaron parte de este video, así como quienes hicieron parte de la lectura colectiva para la versión en Inglés: “The Futility of Schooling”. En este último, también participan reconocidas personalidades del sector de la educación, del aprendizaje y la desescolarización.
“LA VACA SAGRADA fue publicado como artículo en Siempre!, en agosto de 1968. Es mi primer esfuerzo por identificar el sistema escolar como instrumento de colonización interna.”
IVAN ILLICH. Obras reunidas. Volumen I. México. FCE, 2006.
El mito liberal y la integración social
Durante las dos últimas décadas, el concepto ´crecimiento demográfico´ estuvo presente en toda conversación relacionada con el desarrollo de América Latina. En 1950, alrededor de 200 millones de personas vivían entre México y Chile, cifra equivalente a la población total de Estados Unidos y Canadá donde sólo 15 millones lograron producir suficiente comida para todos sus conciudadanos y, además, para una buena parte del mundo. Dado el nivel tecnológico de América Latina, tenemos que 120 millones de campesinos subyugados por una agricultura primitiva no lograron abastecer siquiera las necesidades de su población total. Si damos por sentada la eficacia de los programas de control de la natalidad y de desarrollo de la tecnología rural, seguramente para 1985 no existirán más de 40 millones de agricultores que producirán alimentos para una población total de 340 millones. Los 300 millones restantes quedarán marginados de la economía si no se les incorpora a la vida urbana o a la producción industrial.
Por otra parte, durante estos últimos 20 años los gobiernos latinoamericanos y la ayuda técnica extranjera aumentaron su confianza en la eficacia de la escuela -elemental, industrial y superior- como un instrumento de incorporación de los habitantes de barrios, rancherías y poblados, al mundo de la fábrica, del comercio, de la vida pública. Se mantiene la ilusión de que pese a que se posea una economía precaria, la escuela podrá producir una amplia clase media, con virtudes análogas a las que predominan en las naciones altamente industrializadas. Hoy se hace evidente que la escuela no está alcanzando estas metas. Su ineficacia ha motivado un aumento en las investigaciones tendientes a mejorar el proceso de enseñanza que se sigue en las escuelas y a adaptar los planes de estudio y la administración escolar a las circunstancias concretas de una sociedad en desarrollo. Pero dicha investigación no es suficiente; se necesita una revisión radical.
En vez de estancarnos en un esfuerzo por mejorar las escuelas, lancémonos a analizar críticamente la ideología que nos presenta al sistema escolar como un dogma indiscutible de cualquier sociedad industrial. Y al efectuar la revisión no deberemos escandalizarnos si descubrimos que posiblemente no sea la escuela el medio de educación universal en las naciones en vías de desarrollo. Por el contrario, tal vez esto sirva para dejar libre nuestra imaginación y crear un escenario de futuro en el que la escuela resulte un anacronismo. Tal ha sido, durante 1967-1968, el tema de la mayor parte de los coloquios que tuvieron lugar en el Cidoc (Centro Intercultural de Documentación) de Cuernavaca.
El problema es difícil e inquietante. La angustiosa carencia de alternativas que presenta el sistema tradicional escolar, hizo que las discusiones tuviesen un matiz demasiado abstracto y a ratos frustrante. Sin embargo, ellas nos hicieron más conscientes de la ineficacia de la escuela tal como funciona hoy. Llegamos a la conclusión de que en América Latina la escuela acentúa la polarización social, concentra sus servicios -de tipo educativo y no educativo- en una élite, y está facilitando el camino a una estructura política de tipo fascista. Por el solo hecho de existir, tiende a fomentar un clima de violencia.
Tomando en cuenta que la escolarización es un subsistema dentro del sistema social, durante los próximos años nos concentraremos en el Cidoc en analizarlo no desde otro subsistema, sino desde fuera del sistema social. No existe reforma social sin signo político. Cualquier cambio real en el método de admisión, en el plan de estudios y en la expedición de certificados y títulos, es políticamente discutible. Pero aquí proponemos mucho más: el rechazo de la ideología que exige la reclusión de los niños en la escuela. Esta afirmación no sería esencialmente discutible si no fuera considerada políticamente subversiva.
La Alianza para el Progreso (de las clases medias)
Hace siete años los gobiernos americanos constituyeron una Alianza para el Progreso; o tal vez para frenar el progreso, aunque más bien parece una ´alianza´ al servicio del ´progreso´ de las clases medias. En la mayoría de los países, la Alianza impulsó la sustitución de una élite cerrada, feudal y hereditaria por otra que se dice ´meritocrática´. Esta ´nueva´ élite se encuentra abierta solamente a los infelices privilegiados que obtuvieron un certificado escolar. Simultáneamente el proletariado marginado urbano (compuesto en parte por vendedores ambulantes, vigilantes de autos, boleros o lustradores de zapatos, y otros que prestan servicios menores) tuvo una tasa de crecimiento inmensamente mayor que la de las masas rurales tradicionales o la de los trabajadores sindicalizados, señal de que cada día se ensancha más el abismo que separa a la mayoría marginada de la minoría escolarizada.
La antigua y estable sociedad feudal latinoamericana está engendrando dos nuevas sociedades separadas, desiguales y sólo presuntamente entrelazadas. La naturaleza de este distanciamiento representa un fenómeno nuevo, cualitativamente distinto a las formas tradicionales de discriminación social de la América hispana. Es un proceso discriminatorio en pañales que crece con el desarrollo mismo de la escolarización. La escuela es la niñera encargada de que no se interrumpa el ensanchamiento de ese abismo. Resulta ilusorio, por ello, invocar la escolarización universal como medio de eliminar la discriminación. Yo sostengo que la razón fundamental de la alienación creciente de las mayorías marginadas es la aceptación progresiva del ´mito liberal´: la convicción de que las escuelas son una panacea para la integración social.
Arraigado en una tradición, ya sólida en el tiempo de los enciclopedistas, el hombre occidental concibe al ciudadano como un ser que ´pasó por la escuela´. La asistencia a clase sustituyó a la tradicional reverencia al cura. La conversión a la nación por medio del adoctrinamiento escolar sustituyó la incorporación a la colonia por medio de la catequesis. Con la ayuda del misionero, la colonización preparó a las Repúblicas latinoamericanas para la adopción de constituciones basadas en el modelo norteamericano, generalizando la convicción de que todos los ciudadanos tienen el derecho -y por lo tanto, la posibilidad- de entrar en la sociedad a través de la puerta de la escuela. El maestro, misionero de la escuela, encontró en Latinoamérica más éxito en las capas populares que en otras zonas de similar atraso industrial. El misionero de la colonia había preparado la aceptación de su sucesor.
Tal vez esto explique por qué fue fácil para las izquierdas liberales conseguir aumentar las inversiones nacionales e internacionales en escolarización. De hecho, tanto los presupuestos como las inversiones privadas destinadas a la educación han ido aumentando rápidamente y, a falta de una revisión radical, se prepara el terreno para un aumento ulterior totalmente desproporcionado en relación con el de otros sectores de interés nacional.
Es el momento de analizar a fondo la cuestión. El sistema escolar ha venido a hacer de puente estrecho por el que atraviesa ese sistema social que se ensancha día a día. Como único paisaje ´legítimo´ para pasar de la masa a la élite, el sistema coarta cualquier otro medio de promoción del individuo y, mediante la falacia de su gratuidad, crea en el marginado la convicción de ser él el único culpable de su situación.
La escuela: institución anticuada
No es paradójico afirmar que Latinoamérica no necesita más establecimientos escolares para universalizar la educación. Esto suena ridículo porque estamos acostumbrados a pensar en la educación como en un producto exclusivo de la escuela, y porque estamos inclinados a presumir que lo que funcionó en los siglos XIX y XX necesariamente dará los mismos resultados en el XXI. De hecho, ninguna de las dos suposiciones es cierta.
América Latina necesitó tanto sistemas escolares como ferroviarios. Ambos abarcaron continentes, ambos impulsaron a las naciones ricas (ahora ya establecidas) hacia la primera época industrial, y ambos son ahora reliquias inofensivas de un pasado victoriano. Ninguno de esos dos sistemas conviene a una sociedad que pasa directamente de la agricultura primitiva a la era del jet. Latinoamérica no puede darse el lujo de mantener instituciones sociales obsoletas en medio del proceso tecnológico contemporáneo.
Debe dejar que se desmorone el bloque del sistema educativo imperante, en vez de gastar energías en apuntalarlo. Los países industrializados según los moldes del pasado pagan un precio desorbitante por mantener unido lo nuevo y lo viejo. Este precio significa, en último término, un freno a la economía, a la libertad, al desarrollo social e individual. Si América Latina se empeña en imitar esta conducta, la educación, no menos que el transporte, será privilegio de ´la crema y nata´ de la sociedad. La educación se identificará con un título, y la movilidad con un automóvil. Eso es lo que por desgracia está ocurriendo. Ni económica ni políticamente pueden nuestros pueblos soportar ´la era del dominio de la escuela´.
El monopolio de la escuela sobre la educación
Al hablar de ´escuela´ no me refiero a toda forma de educación organizada. Por ´escuela´ y ´escolarización´ entiendo aquí esa forma sistemática de recluir a los jóvenes desde los siete a los 25 años, y también el carácter de rite de passage que tiene la educación como la conocemos, de la cual la escuela es el templo donde se realizan las progresivas iniciaciones. Hoy nos parece normal que la escuela llene esa función, pero olvidamos que ella, como organización con su correspondiente ideología, no constituye un dogma eterno, sino un simple fenómeno histórico que aparece con el surgimiento de la nación industrial.
El sistema escolar se impone a todos los ciudadanos durante un período que abarca de 10 a 18 años de su juventud con un promedio de 10 meses al año con varias horas por día. El local escolar es el recinto encargado de la custodia de quienes sobran en la calle, el hogar o el mercado laboral. Cuando una sociedad se escolariza, acepta mentalmente el dogma escolar. Se le confiere al maestro el poder de establecer los criterios según los cuales los nuevos grupos populares deberán someterse a la escuela para que no se los considere subeducados. Tal sujeción, ejercida sobre seres humanos saludables, productivos y potencialmente independientes, es ejecutada por la institución escolar con una eficiencia sólo comparable a la de los conventos, Kibbutzim o campos de concentración.
Luego de distinguir a sus graduados con un título, la escuela los coloca en el mercado para que pregonen su valor. Una vez que la educación universal ha sido aceptada como la marca de buena calidad del ´pueblo escogido del maestro´, el grado de competencia y adaptabilidad de sus miembros pasará a medirse por la cantidad de tiempo y dinero gastados en educarlos, y no mediante la habilidad o instrucción adquiridas fuera del currículum ´acreditado´.
La idea de la alfabetización universal sirvió para declarar a la educación competencia exclusiva de la escuela. Ésta se transformó así en una vaca sagrada más intocable que la Iglesia del período colonial. Se declaró tan esencial para el buen ciudadano del siglo XIX saber leer y escribir, como ser bautizado lo había sido en el siglo XVII. Parece ser que junto a la electricidad se descubrió la ´ley natural´ de que los niños deben asistir a la escuela. Las leyes correlativas se descubren más fácilmente en los países ricos. En marzo de 1968, el Consejo Superior de Enseñanza de la ciudad de Nueva York concluyó que en 1975 el cien por ciento de los habitantes de 22 años tendrán un mínimo de 14 años de escolarización. Incluso los que han rechazado el sistema social en que viven deberán aceptar el sistema escolar. Ni la prisión salvará al neoyorquino menor de 23 años de la imposición escolar.
Se proyecta una sociedad en la que el título universitario reemplazará a la alfabetización. En Estados Unidos se considera a las personas con menos de 14 años de escolarización como miembros subdesarrollados de la sociedad, confinados a los arrabales. Quien se rebele contra la evolución del dogma escolar será tachado de loco o subversivo. Esto último lo es, efectivamente.
Es necesario entender la escuela monopolizadora de la educación en analogía con otros sistemas educativos inventados por sociedades anteriores. Pensemos en el proceso instructivo del aprendiz en el taller del gremio medieval, en la hora de la doctrina como instrumento evangelizador del período colonial, o bien pensemos en Les Grandes Écoles con las que la Francia burguesa supo legitimar técnicamente el privilegio de sus élites posrevolucionarias. Sólo observando este monopolio en una perspectiva histórica es posible hacerse la pregunta de si la escuela conviene hoy a América Latina.
Cada uno de los sistemas mencionados surgió para dar estabilidad y proteger la estructura de la sociedad que los produjo. Estados Unidos no ha sido la primera nación dispuesta a pagar un alto precio -subvencionando incluso sus propios misioneros- con tal de exportar su sistema educativo a todos los rincones de la Tierra, buscando en su caso imponer The American Dream. La colonización hispana de América, con su aparato de catequización, es un predecesor digno de tenerse en cuenta.
La escuela como manía obsesiva
Es difícil desafiar la ideología escolar en un ambiente en el que todos sus miembros tienen una mentalidad escolarizada. Es propio de las categorías que se manejan en una sociedad capitalista industrializada medir todo resultado como producto de instituciones e instrumentos especializados. Los ejércitos producen defensa, las Iglesias producen salvación eterna, Ford produce transporte… ¿por qué no concebir la educación como un producto de la escuela? Una vez aceptada esta divisa proveniente de una mentalidad cuantitativo-productiva, toda educación que pueda recibirse fuera de la escuela o ´fábrica de educación´ dará la impresión de algo espurio, ilegítimo y, ciertamente, no acreditado.
La sociedad moderna tiende a creer en las soluciones masivas de sus problemas. Se trata de ganar guerras con una inmensa cantidad de bombas, de mover millones de personas con un sinnúmero de cochecitos y de educar con cantidades industriales de escuelas. Estados Unidos es ´suficientemente´ rico para mantener listas un número de bombas mucho mayor del que se necesita para exterminar tres veces todas las cosas vivientes; para congestionar de autos el creciente pulpo de las carreteras, y para obligar a cada niño a 16.000 horas de escolarización primaría y secundaría al precio de 1.27 dólares por hora.
Probablemente las naciones de América Latina no sean lo suficientemente ricas para adoptar estos sistemas, aunque algunos de sus gobiernos actúan como si lo fuesen. El ejemplo de las naciones desarrolladas hace que los peruanos gasten un notable porcentaje de su presupuesto en comprar bombarderos Mirage (supongo que para exhibirlos en algún desfile militar) y que los brasileños promulguen el ideal del family car (naturalmente sólo para unos pocos). El mismo ejemplo consigue que absolutamente todos los gobiernos latinoamericanos (Cuba inclusive) gasten de una a dos quintas partes de su presupuesto en escolarizar, sin encontrar por eso oposición.
Insistamos por un momento en la analogía entre el sistema escolar moderno y el auto particular. Una economía basada en la idea de tener un auto es ya un ideal latinoamericano, por lo menos entre los que en el presente formulan la política nacional. En los últimos 20 años, los gastos en carreteras, estacionamientos y toda esa otra clase de beneficios para los que poseen automóvil propio, han aumentado cuantiosamente. Estas inversiones sólo sirven a una minoría ínfima y, lo que es peor aún, obstaculizan la instalación de cualquier sistema alternativo, pues predeterminan la orientación de presupuestos futuros. Mientras tanto, la proliferación de carros particulares, además de dificultar en las calles el tránsito de autobuses -único medio de transporte popular sin contar el subterráneo-, discrimina la circulación de éstos en las autopistas urbanas.
Criticar estas inversiones en comunicaciones es permisible. Sin embargo, quien proponga limitar radicalmente las inversiones escolares y encontrar medios más eficaces de educación, comete un suicidio político. Los partidos de oposición pueden permitirse gestionar la necesidad de construir supercarreteras, pueden oponerse a la adquisición de armamentos que se oxidarán entre desfile y desfile, pero, ¿quién en su sano juicio se atreve a contradecir la irrebatible ´necesidad´ de dar a todo niño la oportunidad de hacer su bachillerato?
La escuela: tabú intocable
La escuela se ha vuelto intocable por ser vital para el mantenimiento del statu quo. Sirve para mitigar el potencial subversivo que debería poseer la educación en una sociedad alienada, ya que al quedar confinada a sus aulas sólo confiere sus más altos certificados a quienes se han sometido a su iniciación y adiestramiento.
En sociedades infracapitalizadas, donde la mayoría no puede darse el lujo de una escolarización limitada -por más que para los pocos que la reciben sea gratuita-, el presente sistema implica la total subordinación de esa mayoría al escolarizado prestigio de la minoría. En esta minoría de los beneficiarios del monopolio escolar se encuentran los líderes políticos y los técnicos de planificación, independientemente de que sean conservadores, marxistas o liberales. También forman parte de ella las niñas mimadas de las universidades privadas y los cabecillas estudiantiles de las huelgas universitarias. Todos estos grupos están igualmente interesados en el mantenimiento del monopolio escolar. La única divergencia gira en torno a quién debe gozar del privilegio y quién no.
La escuela en el mundo de la electrónica
Para el año 2000 el proceso de educación formal habrá cambiado, en las naciones ricas y en las pobres. Las escuelas cesarán de dividir la vida humana en dos partes: la edad escolar para los discriminados por su inmadurez y la edad madura para los titulados por la escuela. La edad escolar durará toda la vida. A medida que un individuo se haga más maduro y capaz, se intensificará su educación formal, convirtiéndose ésta en una actividad de adultos, más que de jóvenes. Lo que se entiende hoy día por asistir a clase será entonces obsoleto.
Todos los sistemas sociales, especialmente las incorporaciones industriales y administrativas, asumirán la tarea de entrenar y especializar a sus miembros; prestarán una especie de servicio de aculturación, concentrado en un aprendizaje relevante para el individuo, en vez de forzarlo a perder tantos años de su vida aprendiendo cosas que no utilizará jamás. La educación no será ya identificada con la escolarización, y será posible el adiestramiento fuera del monopolio escolar.
Se dejan entrever las tendencias hacia esas metas. En Berkeley o en la Zona Rosa de México, la nueva generación pide trabajo no alienante y poder de decisión a nivel de grupos pequeños donde tenga cabida la experiencia personal. En rebeldía contra el sistema que los mimó, estos jóvenes prefieren poder ´celebrar´ la experiencia de vivir, al achievement o logro, el dios de las generaciones pasadas. Es decir, se encuentran proclamando los mismos ideales que pretenden ser normativos tanto en China como en Cuba.
El sistema escolar, al producir seres infantiles, consigue que éstos se organicen para reaccionar contra el paternalismo de la sociedad que insiste en mantenerlos niños declarándolos ´escolares´. Por su dinámica, constituyen una nueva clase universal -carente de toda base de poder legítimo- aún no reconocida. Los ideales de esta clase son de penetrante contenido humanista. Ideal que, por utópico, no deja de ser sugestivo.
Toda sociedad que hace de la experiencia humana su centro de desarrollo -y es ésta la sociedad que esperamos y soñamos- necesita distinguir tajantemente entre el proceso de instrucción y la apertura de la conciencia de cada individuo, entre adiestramiento y desarrollo de la imaginación creadora. La instrucción es cada vez más susceptible de planificación y programación, lo que no ocurre con la comprensión. Concibamos la instrucción como la cantidad de socialización programada que un individuo necesita adquirir antes de ser admitido en un nuevo ambiente. Preveo un escenario de futuro en el que resurgirá el aprendizaje medieval. Cada ambiente o cada organización proporcionarán la instrucción necesaria a sus actividades. Esto lo hacen ya los sindicatos, las Iglesias, los bancos, la industria, el ejército, y no la escuela. La persona se encuentra incitada a aprender porque se trata de cuestiones que le atañen personalmente. Es lo que Paulo Freire en Brasil llamó conscientização. Es la única palabra aplicable.
Sin embargo, podría y debería no ser así. La comprensión puede adquirirse de manera cómoda y no estructurada, haciendo que el individuo se vaya conociendo más a sí mismo a través del diálogo con las personas de su ambiente. El papel de la escuela en la evolución hacia la utopía de finales de este siglo es diametralmente opuesto tanto en las naciones ricas como en las naciones pobres. Las primeras invirtieron enormes cantidades de dinero en poblar sus tierras de escuelas, al mismo tiempo que construyeron redes ferroviarias. Gastaron mucho más aun cuando descubrieron que necesitaban universidades además de escuelas, las cuales construyeron al mismo tiempo que las autopistas. Piensan ser bastante ricas para terminar, en la próxima década, el proceso de poblar sus tierras de universidades construidas alrededor de un estacionamiento, ya que cada uno de sus jóvenes está por tener automóvil propio. Son tan ricas, que el aumento cuantitativo de escuelas no impide a primera vista el cambio social. Pero en mi opinión lo frena, principalmente por la despersonalización del individuo que tal escolarización implica.
De intentar algo semejante, las naciones pobres sufrirán una desastrosa quiebra económica mucho antes de aproximarse a este género de saturación escolar. En América Latina es imposible lograr un promedio de 12 años de escolarización para todos los ciudadanos. Según el último censo, no hay país latinoamericano en el que 27% de los alumnos de un curso escolar correspondiente a una edad determinada vaya más allá del sexto grado ni en el que más de 1% se gradúe en la universidad. Y esto ocurre a pesar de que de 18 a más de 30% de los presupuestos oficiales se invierten en las escuelas. Esta sola consideración debería convencernos de la peligrosa ambigüedad del mito de la escolarización universal.
La imitación del sistema escolar de la metrópoli capitalista constituye un peligro mortal para sus colonias no menos que para sus ex colonias. 1) Ni un control radical del crecimiento de la población, 2) ni el máximo aumento posible del porcentaje presupuestal dedicado a la educación, 3) ni ayudas extranjeras sin precedente, podrían asegurar a la próxima generación latinoamericana un promedio de 10 años de escolarización, mucho menos uno de 14. Esto por lo siguiente: 1) En una población joven como la de América Latina –particularmente en sus zonas tropicales-, ni los programas más radicales de control de la natalidad podrían reducir el presente nivel de población de las generaciones jóvenes; 2) No es posible aumentar arbitrariamente el porcentaje del presupuesto público que se invierte en escuelas. Las carreteras, el seguro social y el fomento industrial, son fuertes competidores. Además, para los próximos 15 años ya podemos prever las tasas máximas de crecimiento de los presupuestos; 3) se habla mucho ahora de que el dinero gastado en Vietnam podría invertirse mejor en escuelas en Latinoamérica. Y lo proponen no sólo los idealistas que creen en el mito liberal, sino también los cínicos que saben muy bien que el monopolio escolar combate la insurgencia con mucha mayor eficacia que el napalm. Es importante observar, sin embargo, que un país latinoamericano que utiliza ahora 25% de su presupuesto en ´escolarizarse´, necesitaría una ayuda extranjera de 150% de su presupuesto total. Es dudoso que esto pudiera ser políticamente recomendable.
Más aún. El problema no es sólo que América Latina carece de los recursos necesarios para aumentar suficientemente la escolarización. Al mismo tiempo su costo per cápita aumenta: 1) con la expansión cuantitativa del sistema (la tarea de la escuela se hace más difícil y costosa a medida que penetra zonas más distantes: las escuelas no son ´más baratas por docena´, para lo cual basta pensar que al aumentar el número sube también el costo administrativo y burocrático, sin aludir a las ganancias que extrae de ahí el sistema económico dominante), 2) con tasas de perseverancia escolar creciente (por supuesto que cuesta más un año en la escuela superior que dos o tres en la elemental), 3) con un aumento en la calidad de la enseñanza (no cuesta lo mismo enseñar física utilizando un laboratorio en lugar de un pizarrón), 4) con las exigencias justificadas del personal docente (las asociaciones de maestros son, en muchos países, los gremios profesionales más poderosos, un poco análogos al clero de la colonia; pero su agitación es justificada: en 1963, el promedio de su salario en 14 países de nuestra América equivalía a 60 dólares mensuales).
Serán muy pocos los que podrían gozar del estatus simbólico y del uso del poder despótico que la escuela confiere. Es necesario considerar estos dos elementos.
La escuela como símbolo de estatus
Ese portentoso papelito llamado título o diploma se ha convertido en la posesión más codiciada. Recompensa principalmente a quien fue capaz de soportar hasta el final un ritual penoso; a la vez, representa una iniciación al mundo del ´ejecutivo´. El ideal de que cada persona tenga su auto y su título ha producido una sociedad de masas tipo clase media. A medida que se van haciendo realidad, estos ideales se transforman en mecanismos que aseguran el sistema que ellos produjeron. Tanto el auto como el título son símbolos de los esfuerzos correspondientes al período de industrialización liberal. Representan un logro y posesión individual.
Toda sociedad necesita pagar un precio para conservar sus ritos. Brasil tiene su carnaval, México su Guadalupe, algunos países su ´revolución´. Estados Unidos tiene su graduación. A pesar de su popularidad, los ritos son normalmente obsoletos. La sociedad tiene que hacer sacrificios para que esos ritos, dioses e iglesias hereditarias satisfagan parte del hambre del ser contemporáneo. Los ricos pueden practicar ritos más costosos y tienden a imponerlos a quienes quieran compartir el juego político, industrial e intelectual. Es absurdo que el simple hecho de que Estados Unidos no pueda liberarse del costosísimo ritual para el título y el coche, sea argumento para universalizar esta religión en América Latina.
Como todos los países que llegan tarde a la industrialización, Latinoamérica puede aprovechar las invenciones de las naciones industrializadas, pero no debe dejar que éstas le impongan el sistema social de su tecnología avanzada porque será imposible financiarlo. Incluyo ahí a la endiosada escuela. No vale la pena que nuestras naciones provean de automóviles y de títulos a sus burguesías asimiladas a la burguesía internacional. Nuevos procesos eliminarán ambos símbolos en Estados Unidos mucho antes de que 10% de los latinoamericanos logre obtenerlos.
La escuela: creadora de déspotas
La escuela, que ayudó en el siglo pasado a superar el feudalismo, se está convirtiendo en ídolo opresor que sólo protege a los escolarizados. Ella gradúa y, consecuentemente, degrada. Por fuerza del mismo proceso, el degradado deberá volver a sometérsele. La prioridad social se otorgará entonces de acuerdo con el nivel escolar alcanzado. En toda América Latina, más dinero para escuelas significa más privilegios para unos pocos a costa de muchos. Este altivo paternalismo de la élite se formula incluso entre los objetivos políticos como igualdad (gratuidad, universalidad) en la oportunidad escolar. Cada nueva escuela establecida bajo esta ley deshonra al no escolarizado y lo hace más consciente de su ´inferioridad´. El ritmo con el cual crece la expectativa de escolarización es mucho mayor al ritmo con el cual aumentan las escuelas.
El hecho es que cada año disminuye el número de clientes satisfechos que se gradúan en un nivel que se considere ´satisfactorio´ y aumenta el de los marcados con el estigma de la deserción escolar. A estos últimos su título de desertores los gradúa para ejercer en el mercado de los marginados. La aguda pirámide educacional asigna a cada individuo su nivel de poder, prestigio y recursos, según lo considera apropiado para él. Lo convence de que esto es ni más ni menos lo que merece. La aceptación del mito escolar por los distintos niveles de la sociedad justifica ante todos los privilegios de muy pocos.
No hay diferencia entre los que justifican su poder con base en la herencia y los que lo hacen con base en un título. Las escuelas frustran, sí, a la mayoría, pero lo hacen no sólo con todas las apariencias de legitimidad democrática sino también de clemencia. A alguien que no esté satisfecho con su falta de educación se le aconseja ´que se supere´. El remedio de la escuela nocturna o la educación de adultos están siempre disponibles: medidas ambas ineficaces para generalizar la educación, pero sumamente eficaces para demostrar al individuo que es culpable de la discriminación que sufre. La perpetuación del mito escolar y su expansión hacia nuevas capas de la sociedad son tareas de la misma escuela. De este modo ella asegura su propio porvenir. En el caso de la escolarización no es verdad que ´algo es mejor que nada´. Pocos años de escuela inculcan una convicción en el niño: el que tiene más escolarización que él, tiene una indiscutida autoridad sobre él.
Las escuelas aumentan el ingreso nacional por dos razones opuestas pero igualmente explotadoras del individuo: 1) capacitan a la minoría graduada para una producción económica mayor, pero sometida siempre a la mentalidad escolar, 2) esta minoría se vuelve tan productiva que se hace preciso enseñar a la mayoría a consumir disciplinadamente (lo que se logra dándole alguna escolarización). Así la escuela limita la vitalidad de la mayoría y de la minoría, capando la imaginación y destruyendo la espontaneidad. La escuela divide a la sociedad en dos grupos: la mayoría disciplinadamente marginada por su escolarización deficiente, y la minoría de aquellos tan productivos que el aumento previsto en su ingreso anual es muchísimo mayor que el promedio anual del ingreso de esa inmensa mayoría marginada. El ingreso de ésta también aumenta, pero, por supuesto, mucho más despacio. La dinámica de la sociedad ensancha el abismo que separa a los dos grupos.
Cualquier cambio o innovación en la estructura escolar o en la educación formal, según la conocemos, presupone: 1) cambios radicales en la esfera política; 2) cambios radicales en el sistema y la organización de la producción, y 3) una transformación radical de la visión que el hombre tiene de sí como un animal que necesita escolarización. Aun cuando se proponen devastadoras reformas del sistema escolar se ignoran estos supuestos. Por eso fallan, porque se toma como base el marco social que las sostiene, en vez de gestionarlo radicalmente.
Las escuelas vocacionales -consideradas como remedio al problema de la educación en masa- proveen buen ejemplo de la limitada visión ante el problema de reformas escolares: 1) el que egresa de una escuela vocacional o técnica se encuentra ante el problema de encontrar empleo en una sociedad cada vez más automatizada en sus medios de producción; 2) el costo de operación de este tipo de escuela es varias veces más alto que el de la escuela común; 3) su matrícula se nutre de estudiantes que ya han aprobado el sexto grado, estudiantes que, como ya hemos visto, son la excepción. Pretenden educar haciendo una imitación barata de una fábrica dentro de un edificio escolar.
En vez de cifrar las esperanzas en las escuelas vocacionales o técnicas, hay que visualiza la transformación subvencionada de la fábrica. En relación con esto debe existir la posibilidad de: 1) hacer obligatorio el uso de las fábricas en sus horas no productivas como centro de adiestramiento; 2) que la gerencia emplee parte de su tiempo en la planificación y supervisión de dicho adiestramiento; 3) la reestructuración total del proceso industrial para lograr un proceso educativo. Si parte de las asignaciones presupuestarias empleadas ahora en el sistema escolar se reorientasen para promover el aprovechamiento del potencial educativo presente en el sistema industrial, los resultados podrían ser enormes en relación con los obtenidos en el presente, tanto en lo educativo como en lo económico. Además, si tal instrucción estuviese disponible para todo aquel que la desease, sin tomar en consideración la edad o si la persona ha de ser empleada por esa fábrica, la industria habría comenzado a asumir un papel muy importante que es ahora exclusivo de la escuela. Con esto ya estaríamos bien encaminados a terminar con la idea equivocada de que la persona debe estar acreditada para el empleo antes de ser empleada y, por lo tanto, que la escolarización debe preceder al trabajo productivo. No hay razón alguna para continuar con la tradición medieval de que los hombres se preparan para la vida secular cotidiana a través de la encarcelación en un recinto sagrado, llámese monasterio, sinagoga o escuela.
Otro remedio que frecuentemente se propone para compensar las fallas del sistema escolar es la educación fundamental de adultos. Paulo Freire ha demostrado en Brasil un nuevo método para lograr la instrucción de adultos; el grupo de éstos que logre interesarse en los problemas políticos de su comunidad puede aprender a leer y escribir en seis semanas de clases nocturnas. La eficacia de este programa se construye en torno a determinadas palabras clave que están cargadas de sentido político. Se entiende por qué dicho plan ha tropezado con dificultades. También se ha planteado que 10 meses separados de educación adulta cuestan tanto como un año de educación formal en la escuela; y, sin embargo, es mucho más efectiva que la mejor de las educaciones escolares.
Desafortunadamente, la educación de adultos se visualiza como un medio para proveerle al indigente un paliativo por la escolarización que le falta. Habría que cambiar la situación si queremos visualizar la educación como un ejercicio en madurez. Deberíamos considerar un cambio radical en la duración del año escolar, reduciendo la sesión de clases a dos meses por año, pero extendiendo el proceso educativo a los primeros 20 o 30 años de la vida.
Mientras que otras formas de aprendizaje práctico en fábricas y cursos programados e idiomas y matemáticas deben ocupar la mayor porción de lo que habíamos denominado como instrucción, dos meses al año de educación formal deben considerarse suficientes para permitir lo que los griegos denominaban echóle, es decir, tiempo de ocio para la creación. No sorprende que se nos haga casi imposible concebir cambios sociales de tan gran alcance, como distribuir en nuevos patrones la función educativa de las escuelas. Encontramos la misma dificultad al sugerir formas concretas por las cuales las funciones no educativas de un sistema escolar que va desapareciendo puedan redistribuirse. No sabemos qué hacer con aquellos a quienes denominamos ´niños´ o ´estudiantes´, y que hacemos ingresar a las escuelas.
Es difícil prever las consecuencias políticas que estos cambios tan fundamentales puedan traer, sin mencionar las consecuencias en el plano internacional. ¿Cómo podrá coexistir una sociedad con una tradición de escuelas corrientes, con otras que se han salido del patrón educativo tradicional y cuya industria/comercio, publicidad y participación en la política es, de hecho, diferente? Áreas que se desarrollan fuera del sistema universal convencional no tendrían el lenguaje común ni criterios de coexistencia respetuosa con los escolarizados. Dos mundos, tales como China y Estados Unidos, casi tendrían que aislarse el uno del otro. Un mundo que tiene fe en la iniciación ritual de todos sus miembros a través de una ´liturgia escolar´ tiene que combatir cualquier sistema educativo que escape a sus cánones sagrados. Intelectualmente, resulta difícil acreditar el partido de Mao como una institución educativa, que puede resultar más efectiva que las escuelas convencionales de más prestigio, por lo menos en lo que se refiere a enseñar lo que es ciudadanía. Las guerrillas en Latinoamérica son otro medio educativo que se malinterpreta y se usa indebidamente la mayor parte de las veces. El Che Guevara, por ejemplo, las veía como una última manera de enseñarle al pueblo lo ilegítimo que resulta el sistema político que padece. En países escolarizados donde la radio ha llegado a todo el pueblo, no debemos menospreciar las funciones educativas de grandes figuras disidentes y carismáticas como Dom Helder Cámara en Brasil y Camilo Torres en Colombia. Fidel Castro describió sus primeras arengas como sesiones educativas.
La mentalidad escolarizada percibe estos procesos solamente como adoctrinamiento político. No puede comprender el propósito educativo. La legitimación de la educación por las escuelas tiende a que se visualice cualquier tipo de educación fuera de ella como accidental, cuando no como delito grave. Aun así, sorprende la dificultad con que la mentalidad escolarizada puede percibir el rigor con el que las escuelas inculcan lo imprescindibles que son y, con esto, la inevitabilidad del sistema que patrocinan. Las escuelas adoctrinan al niño de manera que éste acepte el sistema político representado por sus maestros, incluso ante la insistencia de que la enseñanza es apolítica.
En última instancia, el culto a la escolarización llevará a la violencia. El establecimiento de cualquier religión lleva a eso. Al permitir que se extienda la prédica por la escolarización universal, tiene que aumentar la habilidad militar para reprimir la ´insurgencia´ en Latinoamérica. Sólo la fuerza podrá controlar en última instancia las expectativas frustradas que la propagación del mito de escolarización ha desencadenado. La permanencia del actual sistema escolar puede muy bien fomentar el fascismo latinoamericano. Sólo un fanatismo inspirado en la idolatría por un sistema puede, en último término, racionalizar la discriminación masiva que es la resultante de insistir en clasificar con grados académicos a una sociedad necesitada.
Ha llegado el momento de reconocer la gran carga que las escuelas suponen para las naciones jóvenes. Al hacerlo podremos liberarnos y contemplar el cambio de la estructura social que hace a las escuelas necesarias. Yo no apoyo una utopía como la comuna china para Latinoamérica. Pero sugiero que esforcemos nuestra imaginación para construir escenarios que permitan una denodada reestructuración de las funciones educativas en la industria y la política, cortos retiros educativos e intensa preparación de los padres sobre educación temprana. El costo de las escuelas no debe medirse solamente en términos políticos. Las escuelas, en una economía de escasez invadida por la automatización, acentúan y racionalizan la coexistencia de dos sociedades: una colonia de la otra.
Una vez que se entienda que el costo de la escolarización es superior al costo del caos, nos colocaremos al margen de un compromiso desproporcionadamente costoso. Hoy en América Latina es tan peligroso dudar del mito de la salvación social por medio de la escolarización, como hace cientos de años lo fue dudar de los derechos divinos de los reyes católicos.
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La escuela, esa vieja y gorda vaca sagrada: en América Latina abre un abismo de clases y prepara una élite y con ella el fascismo.
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